El día que los marcianos invadieron La Barceloneta

Fue una de esas tardes a la salida del colegio Virgen del Mar, que parecía que iban a ser eternas porque la infancia iba a durar siempre.

Era 1979 y parecía que los años 70 nunca se acabarían. Parecía que la Barceloneta sería siempre esa rejilla de viejas calles encerradas entre la playa, el puerto y el descampado del Somorrostro donde el tiempo se había estancado.  

Mi amigo Eusebi Gómez se me acercó a la salida de clase muy nervioso. Estaba tan excitado que me di cuenta de que pasaba algo fuera de lo normal.

“¡Tienes que ver esto, tío!”

Le pregunté qué pasaba y ya había echado a caminar con sus patas largas, casi a correr, por la calle Almirante Churruca, porque antes el barrio estaba lleno de almirantes. De lo que murmuraba solo pude entender unas palabras: 

“¡Los marcianos, tío!” 

Yo sabía que el Eusebito Gómez era fantasioso. Compartíamos la pasión por las películas de ciencia ficción, especialmente por La Guerra de las Galaxias, que vimos en un cine de estreno del Paralelo, y por una serie que echaban los jueves que se llamaba Espacio 1999. ¿Pero y si era verdad eso de los extraterrestres? 

Llegamos a la calle Ancha y me hizo una seña para que nos metiésemos en el Bar la Cepa. Era un bar pequeño y oscuro. Yo tenía doce años y no solíamos entrar solos a los bares, pero allá nos metimos. Cerca de la entrada había una caja más alta que nosotros pintada con colores chanantes donde ponía Space Invaders. Emitía una extraña luz verdosa espacial. Mi amigo, muy excitado, me señalaba hacia la pantalla de esa especie de televisor gigante y los vi: ¡Los marcianos! Una especie de insectos verdes brillantes que parecían lanzar aguijones.

“¡Lanzan rayos! ¡Si te pillan estás muerto, julay!”

Yo nunca había visto una máquina de marcianitos. Eusebi, que siempre tenía dinero en el bolsillo, se sacó una moneda de cinco duros y la metió por una rendija. Se puso a los mandos y empezó a manejar unos rectángulos, que eran su nave. Yo miraba hipnotizado aquella formación geométrica de invasores que lanzaba rayos que el Eusebi tenía que esquivar a la vez que les disparaba, porque iban bajando en bloque hasta que se te venían encima y te destruían.

Supe mucho tiempo después que Space Invaders fue un videjuego de la empresa Arcade ideado en 1978 por un ingeniero de la universidad de Tokio llamado Toshihiro Nishikado. Cuando se lanzó en Japón tuvo tanto éxito que se agotaron las monedas de 100 yenes que hacían funcional la máquina y el gobierno tuvo que aumentar el número de monedas en circulación. La fiebre se extendió por el mundo. Incluso llegó a nuestro barrio, que parecía al margen de ese gran mundo de la modernidad. 

Enseguida apareció una máquina de marcianitos más evolucionada que se manejaba con palanca en lugar de botones en un frankfurt de la calle Baluard. Fuimos la primera generación de la historia de adictos a los videojuegos. A veces solo teníamos una moneda que nos llegaba para una partida que se terminaba enseguida, porque al final siempre ganaban ellos, pero nos pasábamos horas mirando las partidas de los demás. Recorríamos todos los bares del barrio en una ruta de máquinas: la de los comecocos en Can Ganassa o la de los asteroides en el Bar Climent, donde además de mirar la pantalla del juego, también mirabas los posters de señoritas vestidas con camisetas de fútbol y nada más. 

Después, llegaron los años 80 y tuvimos que enfrentarnos a la vida de verdad y el Eusebi no supo o no pudo hacerlo, con esa cabeza suya demasiado fantasiosa. No llegó a conocer los años 90. Yo siempre lo recuerdo aquella tarde tan alegre y feliz cuando llegaron los marcianos a la Barceloneta y el futuro era una galaxia muy lejana.

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