La plaza de las desapariciones

La Barceloneta fue diseñada por ingenieros militares que lo pensaron todo con una geometría de escuadra y cartabón, con más sentido de auditores que de artistas.

Por eso, las calles son una cuadrícula recta que se avanzó doscientos años al invento de la hoja de Excel. Era gente  tan seria, con un sentido tan aritmético de la vida, que se les olvidó de abrir espacios para parques infantiles, jardines y otras inutilidades. También se les olvidó que la Barceloneta es un trozo de playa que puso el mar, que nada no es firme, que todo puede ser tragado por la arena.

Los ingenieros pusieron en la mitad del barrio una enorme caserna de caballería de San Carlos, porque todo estuviera bien controlado: 1.200 soldados, otros tantos caballos, cañones… Tan pesado era     el armamento y los militares, que se hundieron en la arena de los  tiempos. Al paso de unas décadas,   ya no había ni rastro y después de su desaparición en 1930, por fin se abrió una gran  plaza, que llevó el nombre de Francisco Magriñá , que fue  el político que permitió que el barrio tuviera su red de alcantarillado.

La gente cogió la plaza con fervor. Pero también desapareció la plaza republicana donde tanto les gustaba ir a tomar el sol a los desempleados y  en 1951 apareció una escuela con su patio de recreo. La plaza pasó a llamarse  Plaza del Poeta Boscán, que era un poeta de esos que no molestan a nadie porque hacía quinientos años que estaba muerto y nadie  haría canciones de protesta con sus letras.

El colegio era feo, una mole gris con un cuerpo central desproporcionadamente grande, como si a una mula le pones la cabeza de una jirafa, pero allí muchos aprendimos que dos y dos son cuatro. Y aprendimos qué  es la vida.

A la pista del recreo de la escuela se le dio un uso para todo. Por las tardes y fines de semana era pista de juegos para todo el barrio. Cómo aquí siempre   hemos sido de atajos a esta replaza de delante de la escuela la se le decía “ Repla”. Allí se inició (y se acabó) mi macarrónica carrera de portero de fútbol de calle. Debido a que era la única pista de juego de todo el barrio, se jugaban tres o cuatro partidos a la vez y en cada portería había tres o cuatro porteros de partidos distintos. Era caótico,  pero se pasaba bien. A veces estabas pendiente de los tuyos y los de otro partido te jodían   un pelotazo en la cara. Hacía  daño, pero curtía.

El Colegio Virgen del Mar era un sitio lleno de misterios. Nadie sabía qué había escaleras arriba, donde estaba el mecanismo del reloj enorme de la fachada. Se decía que el relojero era  un rojo escondido, que cuando venía  la guardia civil a inspeccionar, se metía entre los engranajes y por eso a veces la manija de las horas era su propio brazo. También fue un misterio que un Septiembre hubieran desaparecido de las paredes los crucifijos y las fotos de aquel señor medio calvo del que no se podía decir el nombre, y aparecieron los retratos de uno señor que decían que era rey  aunque no le viéramos la corona.

Esta Repla bulliciosa que hervía de vida y el colegio de miles de toneladas, también se los  tragó esta plaza donde nada  no es permanente. Un día volví a mi escuela y no estaba. Sólo quedaban algunas  fotos para el recuerdo en los bares de la plaza, en la Cova Fumada y en el   Bar l’ Electricitat. Sentí indignación porque unos trileros habían cambiado una escuela y una pista de juegos popular por unas terrazas de bares. Después reí. Era ese recuadro en el medio del barrio que no se dejaba  dominar. Estas terrazas de bares que vemos ahora, un día también desaparecerán, cuando alguien las eche de menos habrá recodarle que la Barceloneta es  arena.

Antonio Iturbe es periodista, es profesor universitario, es escritor y, por si fuera poco, es de la Barceloneta.

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