Flechados hacia la modernidad

Al final del Passeig Joan de Borbón, cerca de donde antiguamente había un acuarium donde los peces, de tanto dar vueltas en cajas de cristal sobre un fondo marino de mentira, se les habían puesto ojos de loco, estaban levantando el pavimento. Parece que van a poner un local para fabricar tangas a medida, que será un negocio fabuloso porque ya lo decía mi abuelo cada vez que se asomaba por la barandilla del paseo marítimo: se quedan con el dinero y con la tela.

Pasaba por allí merodeando, cuando vi a los operarios que dejaban un momento de triturar los nervios de los vecinos con los taladros neumáticos y, como los obreros del ramo están todos sordos, se hablaban a gritos. Uno le decía al otro

que qué era eso que había medio enterrado, que parecía un cohete de verbena, que a ver si iba a ser explosivo. Como soy experto en nada y entendido en todo, me personé para ver qué clase de artefacto era ese con el que habían topado. Todavía subía hasta las napias el olor a barbacoa fría y en seguida me di cuenta de qué era. Llevaba ahí 30 años enterrada. Creo que me quedé dormido durante la retransmisión de la inauguración de la Olimpiada aquel 25 de julio de 1992 con el paseo de las banderas, que no se acababa nunca. Desde siempre, me han aburrido mucho las banderas, solo me pone la bandera de la Barceloneta porque está hecha de mar y arena. Mi madre me llamó para que

no me perdiera el momento en que el atleta paralímpico Antonio Rebollo tensó el arco y se hizo un silencio en el Estadi Olímpic de Montjuic y en millones hogares de docenas de países en los que se seguía el evento. Esa flecha no solo encendería el pebetero de la Olimpiada sino la de una nueva era de modernidad y progreso con el ingreso ese año de España en la Comunidad Europea y una Barcelona que de repente se dio cuenta de que allá al fondo a la izquierda, donde siempre están los urinarios, estaba la Barceloneta, tantos años olvidada en la “Casa Gran” de la Plaza Sant Jaume. Rebollo no podía fallar, hubiera sido una cagada olímpica y todo el discurso de la Barcelona y la España de la modernidad, la movida y el diseño se habrían ido a la mierda. Les entró el canguelo y no quisieron arriesgar: la diferencia entre Barcelona y la Barceloneta es que a ellos no les gusta lo imprevisible. Así que un listillo de la organización habló con la compañía del gas y le pusieron al pebetero un tubo y una llamita encendida casi imperceptible, y le dijeron a Rebollo que se olvidara de meter la flecha dentro, que solo la pasara por encima para que al efecto de cámara pareciera que encendía el fuego. La flecha pasó por encima como estaba previsto, le dieron a la espita del gas y ardió la Olimpiada del 92 con

la emocionante banda sonora de Fredy Mercury y la Caballé, tan enamorada de Barcelona que pagaba los impuestos en Andorra. Aquella flecha inútil sin rumbo fue a dar a un parterre de Montjuic y le cayó encima a uno que estaba durmiendo la cogorza monumental que llevaba. Era el Metralleta, rey del callejón del gato de la Barceloneta. La cogió, todavía humeante, y se la trajo al barrio. Cuando se cansó de ese palo requemado que olía a chamusquina, lo tiró a una de las zanjas que el Ayuntamiento había abierto en aquel Paseo Nacional al que luego le pondrían nombre de rey sin corona. Durante años pensé que mi madre nunca me había despertado en la retransmisión de la inauguración de la Olimpiada del 92 y todo lo había soñado. Pero al ver esa flecha enterrada en las tripas del barrio, temblé. Les dije a los operarios que no la tocaran, que era radioactiva, un residuo de un experimento de la Agencia Espacial Europea, y que la taparan otra vez.

Permanecerá ahí para siempre porque la Barceloneta está levantada sobre arena, historias y secretos.

Antonio González Iturbe, es periodista, es profesor universitario, es escritor y, por si esto fuera poco, es de la Barceloneta.