Fiesta Mayor de la Barceloneta

Se celebra en honor a San Miguel Arcángel, patrón del barrio, la festividad del cual es el 29 de Septiembre.

Esta celebración mantiene, a lo grande modo, la suya esencia: una mezcla de tradición, comunidad, cultura popular y espíritu mediterráneo. Ha sabido renovarse sin perder sus raíces, incorporando desde de “correfocs” hasta conciertos modernos, pero siempre con la esencia marinera intacta. Se trata de una de las celebraciones más emblemáticas y tradicionales del barrio.

 

Historia

En un principio, en el 1753, la Barceloneta era un barrio más de la ciudad y su iglesia, sufragania de Santa María de el Mar, celebraba todas las grandes fiestas comunes en la capital y en la parroquia. Se celebraba San Juan, Carnaval, San Pedro, San Jaime y Corpus y la Fiesta de la Mercè. En la vigilia  de San Juan era contumbre que los barceloneses fueran al mar a refrescarse y a tomar la buena ventura. La solemnidad más llamativa de las que se celebraban en la Barceloneta era la procesión de Corpus, que además de todo el barrio, atraía un gran concurso de barceloneses y de gente de los pueblos de mar cercanos que iban a admirarla.

Como fiestas exclusivamente profanas es necesario señalar, en primer lugar, los saraos de Carnaval, que disfrutaban de mucho renombre. Lo inició el Marqués de la Mina, amigo de fomentar estas expansiones populares y, después de bastantes años de decadencia de privación, se reanudó su estallido a finales del siglo XVIII, bajo el mando del Capitán general Agustín de Lancaster. Se utilizaban para estos bailes varios almacenes, uno de ellos entre la Riba y la Llanterna, y otros en las calles de Santa Anna, Santa Clara y la plaza de la Fuente. Empezaban por la Candelera y seguían en otros días de fiesta hasta la llegada de la Cuaresma. El sarao duraba desde de las dos de la tarde hasta la entrada de la noche y el precio era de media peseta. Los concurrentes podían ir disfrazados pero sin máscara. La modicidad del precio hacía asequible la asistencia de las clases humildes y el horario establecido, nunca de noche, permitía que acudiera la gente de la ciudad que podía volver a casa antes de cerrarse las puertas del Portal del Mar.

 

San Miguel

El año 1855 se instauró San Miguel cómo el día del patrón y que la fiesta mayor fuera en la diada de San Miguel Arcángel, patrón del templo y de toda la barriada. En los primeros tiempos se hacían dos fiestas: el 8 de Mayo, por la Aparición del Arcángel, fecha de consagración de la iglesia, y el 29 de Septiembre, diada de la Dedicación de San Miguel, pero quedó esta como principal.

Uno de los escenarios que adquirió importancia creciente en la fiesta fue el paseo Nacional, que se convirtió desde el principio en el escaparate del barrio y que se construyó por aquellos años de mediados del siglo XIX. En el Paseo se ponía la feria de atracciones y se hacían actividades cómo bailes populares o despegue de globos.

 

El baile de la carpa

En la Barceloneta en Fiesta Mayor, a partir del siglo XIX, aumentaron los espacios destinados al baile y a la invención de la carpa aportó nuevas posibilidades. Inicialmente situado en la plaza de la Barceloneta, la carpa era un recinto que conformaba un espacio festivo inexistente antes y después de montarlo. La carpa , que se terminó trasladando a la Plaza de la Fuente y se celebró hasta los años 60, ofrecía una sala ancha y libre, sin columnas ni otros impedimentos; era un espacio muy característico y significativo, único en función de sala de baile y fruto del ingenio de la arquitectura popular catalana.

Cómo han reseñado los eminentes folkloristas Joan Amadas y Aureli Capmany, en las primeras década del siglo XIX, los bailes de salón se pusieon de moda por el influjo de los inmigrantes franceses que habían huido de la Revolución. Éste hecho, y la progresiva liberalización de los bailes y de los espectáculos, que fines entonces requerían de los permisos de las autoridades civiles y militares para organizarse, hicieron que el baile se convirtiese en una de las diversiones favoritas de todos los estamentos de la sociedad ochocentista. La popularización de los bailes de salón comportó la aparición de numerosas asociaciones o sociedades de baile, así cómo de salones de baile permanentes, como la famosa sala La Patacada, o los jardines de las atracciones de los Campos Elíseos del Paseo de Gracia de Barcelona. Esta fiebre por el baile coincidió con la desamortización de los conventos, que fueron rápidamente ocupados por alegres bailadores. Gracias al buen oficio de los adornistas, los espacios y claustros de los conventos del Carmen o de Santa Catalina de Barcelona, entre muchos otros, se transformaron en improvisados y lujosos salones iluminados y decorados con suntuosas draperías, estatuas y espejos a imitación de los salones de la aristocracia. Sin embargo, a medida que los nuevos propietarios iban derribando u ocupando los conventos, las sociedades de baile tuvieron que buscar una alternativa, que no fue otra que la invención de la carpa. El folclorista Joan Amadas atribuye la autoría al pintor de paredes y adornista Josep Caba, que, a partir del año 1840, montó varias carpas en los huertos del Raval y fuera murallas, cerca de las actuales calles Pelayo y Ronda Universidad.

El primer baile de pareja conocido llegó a Barcelona el 1790. Se trataba de un vals, el primero que propiciaba el contacto físico entre bailador y bailadora, entre hombre y mujer, ya que los anteriores bailes, minuetos y contradanzas, permitían poco más que el contacto de manos. Desde de Barcelona, los bailes se esparcieron por toda Cataluña. En 1840 se introdujo la mazurca, y la polca hacia 1845 y, cinco años después, ya se bailaban chotis. La presencia de todos estos bailes y algún otro de menor aparición, por ejemplo, el que más adelante se desarrolló cómo el pasodoble y que fue conocido con el nombre de española, se mantuvo estable hasta la Primera Guerra Mundial.

Los bailes de carpa también tenían unas piezas concretas que permitían realizar varios juegos o actividades de baile. Eran los llamados bailes del farolillo, de ramos, robado , subastado o baile de la barrida. Ésta especie de juegos tenían varios orígenes: recaudar dinero para pagar la fiesta con la venta de ramos, farolillos o abanicos con qué las parejas se obsequiaban, distraer a los bailadores, atraer la atención o de los más jóvenes a encontrar pareja. Los juegos tenían componentes de competición y de lucimiento. El baile del farolillo era una competición entre parejas y ganaba quien aguantara más rato con el farolillo encendido, sin que se hubiese quemado.

La elección de la reina (“pubilla”) de las fiestas era una tradición. La chica que ganaba representaba al barrio en todos los actos institucionales durante un año.

La eclosión y la proliferación de ateneos, casinos, casales, círculos, etc., con la finalidad de crear espacios de sociabilidad, de convivencia, de instrucción y de recreo, fueron una de las manifestaciones más significativas del comportamiento colectivo de la sociedad catalana del siglo XIX. Éste fenómeno se convirtió en un completamente inseparable hecho para la difusión y el éxito de los carpas, ya que normalmente eran estas entidades las que promovían el baile y los actos de las fiestas mayores, así como también las que alquilaban los envelados para poder encajar sus socios e invitados y los forasteros que acudían a las fiestas

Los carpas se montaban y desmontaban en muy pocos días por una «pandilla» de cuatro o cinco operarios de la empresa enveladora, más un número variable de ayudantes, de tres a cinco, que ponía el Ayuntamiento o la asociación que contrataba la carpa. Cómo han reseñado los arquitectos Josep I. de Llorens y Duran y Alfons Soldevila y Barbosa en el catálogo de la exposición sobre el envelado que en el año 1985 se montó en Parets del Vallès: «Durante los días de la Fiesta Mayor, la carpa se convertía en un edificio más del pueblo, situado normalmente en un sitio estratégico del núcleo urbano. Modificaba totalmente la configuración  el espacio donde se instalaba, cambiando los recorridos y las perspectivas, fines y todo cortando el paso, y, con su presencia, señalaba y enfatizaba que eran unos días excepcionales».

Los carpas, generalmente, antes de la Guerra Civil, las promovían entidades privadas culturales o recreativas sin ánimo de lucro. Ocasionalmente también las impulsaron empresarios del mundo del espectáculo o bien directamente algún envelador que hacía de empresario, como Francesc Satorra de Palamós (1929). El cariz diferente de las múltiples entidades y asociaciones de los pueblos y ciudades, representativas de idearios y de estamentos sociales diferentes, provocó que en una misma población se alzaran varias carpas que rivalizaban entre ellos, tanto en la calidad de las orquestas como en la de las carpas. La contratación de una carpa se solía hacer de palabra entre las entidades promotoras y la casa adornista. En el trato se fijaba el tamaño, los días de funcionamiento, el número de sillas y de lonjas y, obviamente, el precio, que dependía del soporte que ofrecían las comisiones y ayuntamientos para montarlo y desmontarlo. La decoración interior y la iluminación quedaba en manos del envelador. El resultado final de una carpa era una sorpresa desvelada sólo después de levantarlo. Poco antes de la Guerra Civil se empezaron a hacer contratos por escrito, que, en muy pocos casos, iban acompañados de algún detalle descriptivo de la decoración.

El coste del alquiler de las carpas se acostumbraba a financiar a partir de la recaudación de las entradas, las rifas y las subastas de los bailes y espectáculos que se llevaban a término . En caso de déficit, las comisiones y los ayuntamientos, a veces no sin problemas, se hacían cargo. Pero también se dieron casos de impago que llegaron a instancias judiciales.

Al llegar la Fiesta Mayor, la Barceloneta exhibía sus mejores galas. Si el programa oficial estaba lleno de actividades organizadas por las entidades, los programas de fiesta en las calles no eran menos importantes y los lucidos bailes y los festivales infantiles eran el plato fuerte.

 

Calles engalanadas

Durante años participaron gran número de calles, las cuales por unos días se transformaban engalanándose para mostrar un nuevo esplendor, convirtiendo la festividad de las calles, detrás de las fiestas de Gracia, en la segunda en importancia de Barcelona. Las calles competían cada año por llevarse el primero premio, que habitualmente era dinero en metálico, otorgado por la comisión artística del comité de fiestas.

Parece ser que, precisamente, ésta conmemoración fue el motivo por galardonar el calle Villa Joyosa con un premio bien original y diferente. La historia viva explica que al engalanar la citada calle se decidió como homenaje poner la foto de Francesc Macià, que en ese momento era Presidente de la Generalidad. En una visita a la Barceloneta, aprovechando la celebración, el propio Macià acudió a la calle Villajoyosa, que había estado premiada por la suya decoración, y al ver su foto formando parte de la composición decorativa, se sintió muy halagado y, por corresponder su atención, ordenó que se asfaltara la calle entera. Y así se hizo. Éste hecho hizo que, al ser la única calle asfaltada en el barrio, que se conociese con el nombre de “la calle fina” (elegante).

Después de la Guerra Civil se reanudó la tradición de engalanar las calles, también las cenas de hermandad y los bailes. En los años 90 del s.XX las calles empezaron a desaparecer lentamente y en la actualidad es una de las tradiciones que se está perdiendo.

 

Celebraciones festivas

Normalmente se seguía el mismo patrón por la Fiesta Mayor. Primero, lo más importante era la misa del día del Arcángel. Una misa solemne a la que asistía alguien del Ayuntamiento. Después se hacía una procesión por el barrio con la representación de las diferentes precedidas de los gigantes y el pendón. Se hacía un donativo a las familias más pobres y, muchas veces, según la entidad, se hacían rifas para comprar productos de primera necesidad. Los bailes, la feria de atracciones, la elevación de globos, actuaciones teatrales, conciertos de la Banda Municipal o de la Cruz Roja, juegos infantiles, carreras atléticas y de natación y, para terminar, el castillo de fuegos artificiales, que se hacía, normalmente, en la Riba o a la Plaza Palacio. Más tarde se añadió la carpa y la guarnición de calles con el correspondiente concurso de la más (mejor) guarnecida.

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