Lo que puede pasar cuando te pasas de listo
En el restaurante Can Solé, en aquellos años estaba a pie de cocina Ramon Homs, que había venido de estudiar hostelería en Suiza y se trajo algunas ideas y una señora rubia, Brigitte, con la que iba a compartir la vida entera. Como era hijo de la Barceloneta sabía que al pescado fresco cuantos menos disfraces le pongas, mejor. Y allí iba una clientela donde había empresarios y ejecutivos, pero también muchos artistas y gente de la farándula de primera línea. Se ponían tibios con las sipietas al horno, las gambas o el platillo de ternera desde Manuel Vázquez Montalbán a Joan Miró, Joan Manuel Serrat o Sara Montiel.
Lo que pasó esa noche me lo ha contado con pelos y señales mi garganta profunda. A veces no sé si es todo exactamente como lo cuenta pero a mí me suena verdadero. Mi informante, desde su despacho en el bar Moll del Rebaix, me explicó que en Can Solé un miércoles por la noche que se les acabó el pan y del obrador del horno del Escursell mandaron con unos panes de Pagés a uno que llamaban el Trifulca. El Trifulca no tenía mal fondo, si eras capaz de encontrárselo. Tenía los dedos finos, que con la misma facilidad que estiraba la masa de pan para hacer las barras, abría la cerradura de un coche y trincaba el radiocasete. El Trifulca andaba entonces muy pillado con el flamenco y a todo el mundo le decía que en cuanto tuviera dinero se iba a comprar una guitarra, iba a aprender a tocar y se iba a ir de gira por Japón en el cuadro de Camarón.
Entró en Can Solé por la puerta lateral de la calle Sant Elm y al dejar los panes en la cocina se percató de que en la mesa redonda, la más cercana a los fogones, había dos concentrados en unas cigalas. ¡Y detrás de la silla tenían apoyada en el suelo una guitarra en su estuche nuevecito! Sin que nadie se percatase, salió por la puerta con la guitarra en la mano.
Al doblar la esquina casi se da de morros con un policía que estaba rondando, pero le dijo “Buenas noches” y tiró p’alante. A dos esquinas, ya no aguantaba la curiosidad por ver de qué el color era la guitarra. Abrió el estuche y cuando vio que era negra se quedó blanco y cerró la tapa de golpe. Porque era negra pero no era una guitarra, sino una metralleta.
Justo pasó un vecino.
-¿Has visto que la calle San Carlos está llena de polis dando la ronda? Me ha dicho uno que es que esta en Can Solé el Comisario Jefe de la Policía Nacional de toda España con un guardaespaldas y los tienen de plantón en la calle, oliendo la comida y sin cenar.
Cagada y gorda. Tenía que devolver la artillería antes de que se percatasen. ¿Y cómo? No podía entrar allí y decir que se le había pegado a los dedos, como si fuera un sello de correos porque lo iban a meter en el trullo hasta que las ranas hablasen latín.
Fue entonces que escuchó la música. Era sa tonadilla pegadiza: “Corazón, corazón. Corazón pinturero…”
-¡El Bernardo!
Bernardo Cortés, el guitarrista ambulante que iba por los restaurantes del barrio rasgando la guitarra para sacarse algo con lo que ir tirando. No le costó convencerlo: cien pesetas y una cerveza con unas bravas.
Se fueron para Can Solé. Bernardo con su guitarra y él al lado con su “guitarra” en la funda, diciendo que era el palmero. Allí no se admitía a músicos callejeros, pero rogaron que les dejasen solo una canción y se irían enseguida, y Ramón Homs, que parecía muy serio, tenía buen corazón y acabó haciendo una señal a uno de los camareros para que les dejase.
Bernardo se plantó delante de la cocina dando metralla a la guitarra, nunca mejor dicho. Y el Trifulca le hizo un gesto a unas extranjeras para que se levantaran a bailar. En un momento se armó una verbena, y tan distraído estaba el comisario jefe y su guardaespaldas entre la rumba de Bernardo y el contoneo de las guiris, que mientras estaban embobados, aprovechó el Trifulca para dejar discretamente la metralleta donde estaba.
Con alivio, como si le hubieran quitado una muela picada, le hizo un gesto a Bernardo de que parase y se fuesen. Pero Brigitte se levantó a bailar y dijo que siguiera la fiesta. El trifulca acabó cantando canciones de Peret y la cosa terminó con Bernardo y el Trifulca en la mesa del Comisario Jefe invitados a chupitos de whisky del mejor.
Del horno del Escursell lo despidieron por haber salido a llevar tres panes y regresar a la una de la mañana, pero ya iría al día siguiente a contarle al dueño alguna historia para hacerse perdonar. Porque el Trifulcas malo no era, pero liarla, la liaba parda.