Fue a mediados del siglo XIX, una de esas tardes en que el día ya estaba subastado, cuando los que estaban tomándose unas barrechas que abrasaban la garganta en uno de los figones abiertos en el desnivel del murallón frente al muelle que llamaban pudes de la peste a podrido que echaban, vieron llegar un bergantín desencuadernado, muy viejo, con ganas de morirse. Al dueño de la puda, Francesc Bonjoch, le llamó la atención que el mascarón de proa era la figura de un individuo que de tan negro parecía socarrado. Se encapricho de aquella figura que debía venir del Congo por lo menos y, antes de que el barco fuera desguazado, la compró para decorar su local.
Los pescadores y los operarios del puerto, cuando entraban saludaban al Negre de la Riba y, a la tercera barrecha de aguardiente, ya conversaban con él como si fuera de la familia. Cuando cerraron la puda, la figura viajó a una bodega de Bonjoch cerca de la plaza del Torín para que hiciera juego con los morlacos que saltaban al albero y los toreros supersticiosos fuesen a tocarle los pies como si fuera san Martín de Porres. Con el paso de los años, fue pasando de mano en mano, peregrinó por diversos locales de Barcelona y, finalmente, lo compró a precio de saldo un empresario de El Carmelo llamado Moragas y se lo llevó para decorar el patio de su casa.
En la ausencia de la figura, los niños del barrio se pusieron más revoltosos e ingobernables que nunca y los padres estaban desesperados y la gente de la Barceloneta, de pura añoranza, se iba hasta la montaña de El Carmelo, en la otra punta de la ciudad, para amorrarse a la valla de la torre y ver allá al Negro de la Riba. Los domingos se organizaban grupos para ir a visitarlo como quien va a visitar a su abuela.
Cuando murió Moragas, los sobrinos cedieron la estatua al Museo Marítimo de Barcelona en 1934, para que se estuviera con otros mascarones de proa allí archivados. Fue en el museo que los restauradores dijeron que los de la Barceloneta llevaban media vida equivocados: que aquella figura era de colores y se había ennegrecido por la mala vida, y que no era un negro africano sino un indio americano. Daba igual: los perdedores de la historia son todos negros de puro trágicos, tengan el tono de piel que tengan.
En 2003, en el 250 aniversario de la fundación de la Barceloneta, se pidió que el Negre de la Riba volviera al barrio. El Ajuntament mandó hacer una reproducción de la figura del negro de la Riba que se colgó de la pared del final de la calle Alegria para que pudiera ser descolgado y en las fiestas señaladas llevarlo de un lado a otro, como una Virgen en procesión.
Pero hay algo que en el Museo Marítimo no saben y les ruego a todos los que lean estas líneas esenciales que nos guarden el secreto. No diré nombres, pero hay en el barrio gente que sabe mucho de planos subterráneos y del laberinto de galerías que hay debajo del suelo. Una noche, unos del barrio descolgaron discretamente la reproducción del Negre, la envolvieron en una manta de cuadros y se fueron hasta un sótano donde hay una trampilla que baja a los túneles donde se extravían hasta las ratas.
Cargando con el Negre, atravesaron el paseo de Colón por debajo como topos. Les costó entrar en el museo por el sótano donde guardan restos de barcos sin nombre y aupar la figura, pero dos eran estibadores de los de antes y tenían los brazos como jamones. En el silencio del museo, bajaron al verdadero Negre de la Riba y dieron el cambiazo con la copia. Cuando llegaron con el Negre al barrio era de madrugada y unos cuantos los estaban esperando. Entre todos, alzaron al Negre, sin ruidos ni aspavientos, con un respeto de Semana Santa. Se sacaron unas botellas de aguardiente bueno y, sin meter mucha bulla, brindaron porque estaba a punto de amanecer y el Negre de la Riba había vuelto a casa.
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