Más allá de lo que hoy día es el Hospital del Mar, empezaban los arenales de tierra y cascotes del Somorrostro, donde los emigrantes y los gitanos fueron levantando sus barracas con tablones que traía el oleaje, ladrillos recuperados del vertedero y un cemento de incertidumbre. Enfrente tenían el mar y sus temporales que, a veces, les arrebataba todo y se lo llevaba al fondo del mar, y las guitarras acababan nadando con los pulpos y las sardinas. Para el agua de boca se venían hasta la Barceloneta y llenaban garrafas de un caño que había al otro lado de la playa.
En una de aquellas barracas del Somorrostro vivía la familia Amaya. Al padre le llamaban el Chino, y era guitarrista que se pateaba por la noches todos los locales de la parte baja de las Ramblas para traer algo a casa que no fuera frío. En esa casa había poco puchero pero mucha música y muchas palmas. De los siete hijos, enseguida se vio que la pequeña Carmen tenía una hélice de avión en las piernas. Bailaba descalza sobre los cristales rotos con tanto ardor que los convertía en diamantes.
» De los siete hijos, enseguida se vio que la pequeña Carmen tenía una hélice de avión en las piernas. Bailaba descalza sobre los cristales rotos con tanto ardor que los convertía en diamantes.”
Desde los cuatro años, acompañaba a su padre por los tugurios para que esos pies suyos que se movían sobre el tablao con una rabia de siglos de pobreza movieran los bolsillos de los payos. No había ido a escuela alguna de baile, años después explicaría que aprendió ese movimiento suyo un poco salvaje de tanto mirar al mar cuando se ponía bravo. Cuando bailaba la zambra, -descalza, con la camisa remangada atada al ombligo y la falda larga volada- brotaba a través de su caligrafía de gestos una cultura musulmana milenaria.
Enseguida la ficharon para bailar en el Paralelo y pronto Barcelona se le quedó pequeña. Le dio la vuelta a España y en seguida derribó París con su taconeo, que de tan enérgicamente que bailó tuvieron que volver a apretar las tuercas de la Torre Eiffel. Cruzó el charco zapateando sobre el Atlántico y conquistó Buenos Aires y de ahí para arriba todas las Américas. En 1941 hasta el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, le mandó avión privado para que bailara para él, y nunca la olvidó.
Carmen Amaya era seria, reía poco, porque los verdaderos artistas no ríen, saben que van a fracasar siempre, que hay algo que nunca se alcanza, que el pez divino siempre se escurre entre los dedos. Pero sus pies con los zapatos de clavos reían por ella.
Quizá bailaba tan rápido porque sabía que la enfermedad correría más que sus piernas. Tenía 41 años y ya llevaba tiempo sin encontrarse bien. El fuego se le iba apagando. Pero en ese año 1959, cuatro años antes de su muerte, tuvo la satisfacción de asistir a la inauguración de una fuente en su honor donde muchos años atrás estaba aquel caño de la Barceloneta donde venía a buscar agua. El cura, porque en aquellos tiempos los curas estaban en misa y repicando, puso el grito en el cielo de los cristianos porque los angelotes rollizos de la escultura, dos con guitarra y tres bailando con felicidad, estaban desnudos. Pero Carmen Amaya aún tuvo energía para pararle los pies al mosén y le respondió que los ángeles iban desnudos porque así los hizo Dios. Flamenca hasta el final.
La fuente de la Carmen Amaya ha vivido muchos avatares. Como ella misma. Épocas de abandono en que nadie la reparaba durante meses o años después del ataque de vándalos que la reventaban hasta hacerla añicos sin saber quién era ella ni quiénes eran ellos mismos. Me acerco hasta la fuente una mañana de invierno en que llovizna y el barrio está extrañamente silencioso. Solo han venido a beber las palomas grises, que son pájaros pobres. Si pasas por delante con prisa solo ves una fuente. Si te paras a escuchar y te sientas en el filo de la pileta, sucede lo asombroso: escuchas el baile. Brota agua de los tres caños y el repiqueteo del agua contra la piedra es el zapateado de Carmen Amaya. Ella está en el agua de la fuente.
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