Trabajaba en la calle Almirante Churruca de La Barceloneta como conductor en una tienda de alquiler de triciclos que regentaba un policía Nacional que se decía Alfredo Arias. Allá se sacaba un sueldo que le permitía desarrollar su principal pasión, el boxeo. Desde muy joven entrenaba en un gimnasio de la calle Joaquim Costa.
Conocido y respetado por el vecindario, se movía por el Raval como un campeón que hubiera ganado mil trofeos para su comunidad.
A los 20 años, el boxeo era su vida, de 30 combates solo perdió 2. Se decía Andrés Copena, pero todo el mundo lo apodaba la Vez, este era el nombre por el cual lo conocerían en el mundo del deporte.
Campeón de Cataluña de los pesos medios, en 60 dejó el boxeo debido a una lesión en un combate con un tal Folledo, que era aspirante en el título. La Vez salió confiado al ring a defender su cinturón de campeón y lo pagó caro con el aspirante.
A partir de este momento se puso a trabajar al gimnasio del Raval donde había entrenado desde que era un niño. Formaba a los chavales del barrio que, a pesar de su derrota, sentían todavía cierta admiración por aquella leyenda que un día fue el orgullo del Raval.
Los años le pasaron una factura que él nunca creyó que le llegaría, y que como es lógico se negaba a pagar. La tienda de los triciclos cerró puertas, y la Vez se quedó en
la calle, sin trabajo. Sin amigos a los cuales acudir, empezó a tomar conciencia de una realidad que le superaba y para la cual no estaba entrenado.
El primer aviso fue cuando por primera vez le quisieron cobrar para entrar a ver un combate al Grande Price. Siempre pensó que aquel templo del boxeo, y la lucha libre, era casa suya, todo el mundo lo conocía y lo apreciaban, pero los empleados y los directivos fueron cambiante, por jubilación, o despedidos, y la Vez se dio cuenta que a los nuevos no los conocía. De nada le sirvió presentarse como un excampeón.
–Pasa por taquilla y ponte a la cola, o apártate.
Esta fue la última vez que iría a ver un combate al Grande Price.
Hizo varios trabajos: de mozo de carga en el Borne y al Mercado central, y de barrendero por las mismas calles por los cuales 20 años atrás se paseaba orgulloso saludando a todos los vecinos y amigos le salían al encuentro.
La estocada final la recibió cuando una mañana llegó al bar donde había tomado el carajillo cada día durante toda su vida, y el hijo del amo, un chaval al cual había visto nacer, le soltó a bocajarro:
–No me ocupes la mesa toda la mañana, y el carajillo lo pagas.
–Y tu padre, no está?
–Mi padre se ha jubilado, ahora estoy yo, así que a partir de ahora ya sabes el que hay.
Salió del bar, sin consumir, aquel lugar le resultaba tan extraño como la gente que ocupaba las tabla de la terraza, -ni siquiera entendía el idioma en que hablaban.-
Aquella esquina de la Rambla del Raval no era la misma. Miró a su alrededor una y otra vez intentando encontrar un punto de referencia para poder volver a la pensión. No lo consiguió, el barrio que él conocía ya no existía, estaba borroso, todo va empezar a dar vueltas como un carrusel. Y de repente todo va desaparecer.
Despertó a Pere Camps, estaba en una cama con el cuerpo escayolado, un doctor con unos folios en la mano le preguntaba ahincadamente algo sobro sus parientes.
Se le había roto la cadera, lo habían operado, y llevaba 2 días ingresado.
El auxilio social le proporcionó, para vivir, una planta baja compartida con un argelino, una paga de 1600 pesetas en el mes, y una silla de ruedas de la cual apenas podía echar para desplazarse.
Las lesiones, las veces sufridas durante su carrera como boxeador, y algún accidente laboral, junto con la mala vida: tabaco, bebida, venéreas… se conjugaron en aquel hombre viejo, débil, que creía que solo existía el presente, y que a sus casi 80 años se aferraba al pasado sin esperanza de futuro.
Pasea con su silla, apenas, por las calles del Raval buscando rincones que lleven a su memoria imágenes de un pasado que le causa dolor y lo hace llorar.
Pero es precisamente el sabor de estas lágrimas lo único que calma su soledad y da consuelo a su sórdida existencia.
No tiene a nadie, está solo.