«Los catalanes sois un pueblo de mansos»
Las palabras no fueron pronunciadas, sino escupidas, me las escupió en la cara un hombre que parecía que ya le había pedido la cuenta en la vida, como aquél que ha consumido todo lo que el alma es capaz de digerir. Setenta y cinco años de edad, metro ochenta de altura, ochenta kilos de peso, melena corta, canosa, de ese color blanco azulado que el mar con los años se ha encargado de teñir en una cabeza cubierta con la clásica chapela de cuarenta centímetros de diámetro, que distingue a los tipos del norte del resto de la humanidad.
Esa sentencia provocó en mí una reacción de defensa y ataque contra lo que hasta entonces había considerado un amigo. Pero me quedé clavado en la silla sin poder reaccionar cuando leí en sus ojos que esa afirmación le había causado más dolor a él que a mí.
Sentados en la terraza del bar Colombo en el Port Vell de la Barceloneta, –uno de los pocos bares donde aún te atienden sin necesidad de ser turista– observo al hombre que estoy seguro de que contemplo por ultima vez. Sostiene su jarra de cerveza, aún no le ha dado el primer sorbo, quiere que el momento se alargue para seguramente poderlo recordar en su retiro de Santurce , donde con toda seguridad debe volver en una última “singladura” .
– Me vuelvo a Euskadi. Cincuenta años en Barcelona, dos hijas catalanas, y aquí una esposa incinerada. Me voy sin nada, solo sus cenizas que esparciré en aquella ría donde nos conocimos, y donde pienso que tenemos que reencontrarnos.
Hablamos, bebemos, y le doy un repaso al hombre fuerte pero gastado por los cuarenta años de lucha. Primero a la mercante, después contra el contrabando como jefe de máquinas al patrullero Aguilas , de Tabacalera dependiendo del Ministerio de Hacienda, la misma Hacienda que le expolió gran parte del patrimonio que tantos sacrificios les costó ahorrar a él y su pareja durante todos estos años de trabajo duro, avalada por lo que él considera la ley injusta, del impuesto de sucesiones.
– En Euskadi no se paga. Aquí pagamos por todo y en callar.
Entiendo su indignación.
Damos el último trago a las “birras” nos levantamos y nos damos un abrazo, –demasiado fuerte para no ser el ultimo-.
– Tienes que subir a Bilbao, la ciudad está increíble, tiene el mejor alcalde del mundo, si la visitas pásate por Santurce , tomaremos unos vinos.
Le veo marchar sin mirar atrás, cuarenta años de vivencias compartidas acaban así, con una cerveza en la terraza de un bar de la Barceloneta, pero se detiene, se da la vuelta, le voy a saludar con la mano, pero Manu ya no me mira a mí, contempla el vuelo de una gaviota, o simplemente contempla por última vez nuestro cielo, para despedirse de esta ciudad que tanto ha amado, y que como a muchos de nosotros hoy le produce dolor.
Han pasado 5 años, Manu con ochenta años vuelve a Barna , su hija tiene plaza de doctora en el Hospital Vall d’Hebrón , no quiere dejarlo solo en Bilbao, conservan el piso en la calle Calàbria, y tienen un apartamento de alquiler en Sitges donde suelen ir los jefes de semana. Reiniciamos la relación de amistad que cerramos cinco años atrás. Me visita en el taller cada tres o cuatro meses, hablamos de los buenos tiempos, de los barcos y, sobre todo, del contrabando.
En Diciembre, nunca falla, pasa a recoger el calendario que hago con fotos de la Barceloneta desde hace veinte años. Pero este año no le ha pasado a recoger, lo llamo al móvil y no contesta, finalmente, aprovechando que bajo a Sitges, voy al Casino de la Villa, que es donde pasa las tardes jugando al dominó, y pregunto por él. es arriba, una sala donde varios socios del casino hacen la partida, la mayoría jubilados, aunque hay algunos jóvenes que observan, pero sin fichas, Manu está allí con su chapela calada en la cabeza como si formara parte de una identidad a la que no ha querido renunciar.
– Hola Manu, te llevo el calendario, no sabía nada de ti, y he recordado que venías de vez en cuando en el casino a hacer la partida.
Ni siquiera movió la cabeza, siguió mirando las fichas, le dejé el calendario delante, y lo apartó con la mano a un lado, le molestaba por jugar. Entonces me puse delante de él, movió los ojos, me miró y volvió a las fichas del dominó. El joven que estaba a su lado movió la cabeza negativamente, -era su yerno-.
Manu Fernández no me reconoció. Me había mirado en los ojos unos segundos, ya través de esos ojos azules como el mar vi por última vez a un amigo que se alejaba, un mundo que se extinguía, y se tragaba a las personas que amaba dejando un vacío a mi alrededor que no podía soportar.
Me puse a llorar, allí delante de esos desconocidos lloré como un niño.
Desaparecen las personas. Con ellas se van parte de nuestros recuerdos y vivencias. El viaje final lo hacemos solos, o bien arropados por la familia y los amigos, o como Manu, de vuelta a casa con su yerno, con un calendario en la mano después de una tarde en el casino donde probablemente le dejaron ganar su última partida al dominó.
Santurce . El sábado, 18h, un grupo limitado de personas -la mayoría de la tercera edad- permanecen de pie ante la Ría, con el puente colgado de Portugalete al fondo mientras Yasune , la hija mayor del Manu Fernandez , lanza a sotavento las cenizas de aquel marino, que pese a haber vivido más años en Barcelona que en Bilbao, nunca olvidó sus orígenes, y expresó -aún en vida- la voluntad de descansar juntas sus cenizas con las de su esposa, que conservó en los últimos 20 años.
Condolencias, abrazos, con las dos hijas y el yerno, y unas lágrimas que no pude contener cuando Olga, la hija pequeña, lanzó a las aguas frías de la Ría la chapela con los galones cosidos de oficial de la marina mercante. Estalló un silencio aterrador mientras la corriente se llevaba aquella pieza que convivió con las barretinas de donde fue su segundo hogar durante más de 50 años