Hubo un tiempo en que todo barrio tenía su cine o cines. Barcelona llegó a tener más de 230 salas en los años 60 y 70. La Barceloneta contaba, por supuesto, con los suyos: el Cine Marina, el Cine Barcino y sin olvidar el de La Salle Barceloneta.
No eran las salas suntuosas de los grandes estrenos, eran los que se conocían como cines de barrio. Cines de sesión continua y programa doble en los que se proyectaban el NO-DO (hasta mediados de los años 70) y dos películas, una tras otra, con un breve descanso. En ocasiones hasta algún documental, más los consiguientes anuncios.
Estos cines sobrevivieron hasta bien entrados los años setenta. Los nuestros, los de la Barceloneta, concretamente hasta el 1979 el Cine Marina y hasta el 1981 el Cine Barcino.
Programa doble y sesión continua
Asistir al cine era todo un ritual. Tras comprar las entradas en taquilla, al acceder a la sala un acomodador, linterna en mano, se encargaba de colocar a la gente en sus asientos. Con mejor o peor visibilidad según la propina que se acostumbrara a darle.
Ofrecían sesión continua con su “magnífico” programa doble que variaba cada semana. Las sesiones solían comenzar a las cuatro de la tarde y terminaban pasada la medianoche. Daba tiempo suficiente para ver las dos películas de esa semana y repetir si se quería, o bien “enganchar” con la primera de ellas en el caso de que se hubiera entrado con la sesión ya iniciada. Su precio era mucho más asequible que el de las grandes salas de estreno del centro de Barcelona.
Cine para todos
Los cines de barrio contaban con un público bastante fiel. Pandillas de jóvenes y adolescentes, parejas de novios, familias completas, con los niños y los abuelos, algún solitario y hasta algún «cinéfilo de barrio». Era el lugar ideal para pasar la tarde con los amigos comiendo pipas – sin hacer el menor caso al cartel que proibía comerlas-, cacahuetes y chucherías sin que tu madre te llamara la atención. A los más mayores hasta les daba tiempo a echar una cabezadita. Y a las jóvenes parejas, su oscuridad e intimidad especialmente en las últimas filas, les facilitaron los primeros besos de adolescentes y, si había suerte, alguna cosita más.
De vaqueros, de romanos, de risa, de miedo,…
El criterio para esa doble programación no siempre era muy lógico, pero procuraban “echar” películas de diferentes tipos para contentar a tan variopinto público. Los carteles anunciadores y una selección de fotogramas impresos en cartón rígido, colocados en vitrinas en la entrada, aportaban información suficiente a modo de gancho para convencerte a pasar por taquilla a ver “una de vaqueros, o de romanos, o de risa, o de miedo, o de guerra, o de policías y ladrones, o de marcianos”. Porque lo del término “género” era para los escasos cinéfilos entendidos.
Y llegó el videoclub
Casi todo tiene su fin, y los cines de sesión continua fueron apagándose poco a poco, quedándose sin público, desapareciendo a medida que el ocio se trasladaba al interior de los hogares, primero con la tele, después con el videoclub y finalmente con Internet.