Barceloneta siempre ha sido un barrio con una gran tradición de restaurantes y casas de comer. Podemos presumir de ser un referente gastronómico dentro de la ciudad. Pocos años después de su construcción, ya habían instaladas fondas, cafés, posadas y tascas, siendo las más conocidas las que había en el Moll de la Riba. Son las llamadas Pudas.
Donde hoy en día se extiende el Port Vell, se levantó, en el siglo XIX, el Moll de la Riba, un paseo formado por un desembarcador, no muy ancho, conocido como “el rebaix” y un contramuelle con unos ochenta almacenes, de no mucha capacidad, que servían, en un principio, para guardar mercancías. Arriba de este contramuelle, que se subía por seis escaleras, se extendía un largo andén que servía tanto para pasear como para estibar aquellos géneros que podían estar a la intemperie. Recordamos que por aquel tiempo, el Puerto de Barcelona era uno de los más importantes del estado Español no solo por su actividad, sino también por la llegada de productos venidos de todo el mundo.
En este almacenes muy pronto se fueron habilitando oficinas, despachos de consignatarios y navieros, donde guardaban los utillajes y los enseres navales, y artesanos, de oficios varios, dedicados a la navegación.
«Las autoridades eclesiásticas denunciaran la baja moral de la gente que las frecuentaba”
Por la actividad que había en el Puerto y la utilización como zona de ocio, por los habitantes de la ciudad, que salían fuera murallas a pasear, algún avispado, debía ver la oportunidad de hacer negocio, transformando alguno de estos almacenes en pequeñas tascas conocidas vulgarmente como Pudes en una época que no podemos determinar ahora con exactitud. Poca cosa queda escrita de estos establecimientos, desconocemos sus orígenes, pero el que sí que sabemos con certeza es que, después del año 1860, dieron en la Riba un aire colorido y picante, quizás un poco demasiado vulgar y donde los clientes habituales eran marineros, pescadores, gente del bajo fondo y ciudadanos con ganas de nuevas experiencias.
En las horas de descanso, y cuando hacía mal tiempo, las Pudas eran el refugio de la gente de mar que iba a beber, a comida un bocado, a jugarse unos dinerillos a los dados o a las cartas. La mala fama de estos establecimientos, hizo, incluso, que las autoridades eclesiásticas denunciaran la baja moral de la gente que las frecuentaba.
Estamos hablando de espacios con poca ventilación y con un aroma fétido
por la humedad y los olores del pez. Tenían dos puertas de acceso, al menos
una ventana y un techo bajo de vuelta.
El que nos llama más la atención de este establecimiento es su nombre. Algunos dicen que tiene su origen en el mal olor de las comidas que se servían, básicamente pez frito, cuyo olor molestaba a la gente que se paseaban por la Riba. Otros ven el origen en las fuentes de agua sulfurosa que desprenden un olor fuerte y desagradable. Puda tal como suena, no tiene ningún sentido gramatical y los historiadores, hasta ahora, no
hemos encontrado el origen.
A finales del siglo XIX, las Pudas tuvieron que cerrar o trasladarse a otros lugares, a consecuencia del derrocamiento del Moll de la Riba, para construir los grandes almacenes portuarios, que hasta el 1992, formaron parte del paisaje urbano. Pero no todas las Hedas desaparecieron.
Una de las más famosas, que por desgracia cerró hace pocos años, era la Puda Can Manel. Fue Manel Domenech el que abrió el local y le dio el nombre, situado en un almacén, en el Moll de la Riba, en 1870. En 1902, más o menos, cuando el Moll fue derruido, se instaló en el Paseo Nacional y en 1959 es cuando se transformó en un restaurante. El prestigioso escritor catalán Josep Pla hace referencia, en alguno de sus libros, a la Puda de Can Manel, como un lugar de buena comida y donde se hacían largas colas.
Al desaparecer las Pudas, el relevo lo tomaron las casas de comer o bares que evolucionaron hacia restaurantes, como es el caso de Can Solé. Fundado el 1903 por Gregori Solé daban a comer a los trabajadores de las fábricas y del puerto. Muy pronto empezó a ser muy popular y convirtió en un establecimiento de moda con clientes fieles en cada época, como Santiago Rusiñol y Vázquez Montalbán.
Por desgracia, del Moll de la Riba se ha borrado casi el recuerdo, pero todavía queda viva, como una tradición que no se apaga, la imagen de un personaje muy especial. Alguien tuvo el capricho, no sabemos cuando, de colgar a la pared foránea de su establecimiento el mascarón de proa de un barco. Esta tradición fue en aumento y fueron más los establecimientos que decoraban las puertas con los mascarones de proa. De todos estos mascarones expuestos a la curiosidad o al hazmerreír del público, ha llegado hasta nuestros días la figura de madera, carcomida, sucia y negruzca, con la nariz ratada, que el botero Francesc Bonjoch colocó a la ventana de su obrador, situado ante la Font de Neptuno. No sabemos qué representa muy bien, pero lo conocemos con el nombre del Negre de la Riba.
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